Ropa y más ropa, cada cierto tiempo compro algo de ropa. Al menos veinte días al año voy a comprar ropa, siempre me compro alguna prenda de temporada y otras de oferta.
Tengo un armario enorme pero está lleno de camisas, camisetas de colores, camisetas de sisas y pantalones de colores, legings, faldas, vestidos, pantis y un montón de pares de zapatos donde las parejas se encuentran una vez cada dos años cuando los pruebo y me los pongo.
Sábanas, mantas y covertores se encierran en los fondos y esquinas de mis dos armarios.
Además está la cama llena de prendas nuevas recién lavadas que se arrugan y que cogen el polvillo del ambiente al tiempo que la pelusilla soltada por mi mascota, conejo, que se aburre de la cantidad de ropa clara que hay delante moviéndose y lanzando sus caquitas con sus largas uñas.
Y siempre que voy a hacer un poco de hueco, algo de espacio, veo que me gusta toda la que tengo y además: me dan pena todos aquellos zapatos que nunca me sirvieron y están nuevos, esos rojos con brillantes, las botas hasta la rodilla que nunca subieron por encima de la pantorrilla, los vaqueros elásticos que siempre me quedaron pequeños y los legings imitando la piel de cocodrilo que me quedan todavía flojos. Guardo también esa cazadora de piel que de tanto ponerla, la cremallera se rompió y que aún hoy pongo o intento poner y me doy cuenta que no la puedo vertir cuando más me hace falta: los días de frío.
Las miro y cobran vida, como si de unos animalitos indefensos de mi propiedad y no queriendo pasar a mejor vida se revelan ante mi mostrándome sus mejores cualidades y ocultándome su carencias y roturas.
Y yo sigo comprando, y la ropas sigue acumulándose. Y la ropa nueva se envejece y arruga como si de flores a flores marchitas se transformaran dentro de mi armario.
Y al final me encuentro con un montón de recuerdos a los que tengo cariño. Y vuelve todo para adentro.
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